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Desde la década de los años noventa, el país ha experimentado una transformación social y productiva que ha configurado lo que el Programa Estado de la Nación (PEN)  ha venido llamando una nueva economía, “en la que destacan las exportaciones de alta tecnología, el turismo y un conjunto de servicios internacionales, que se ha complementado con una modificación sustantiva en sectores como el financiero, el inmobiliario y el comercial”, (Comisión Evaluadora del SBD [Costa Rica], 2016), caracterizada por una importante diversificación que ofrece mayores ganancias en términos de ingresos a sus ocupados, en relación con otras actividades ubicadas en la vieja economía. El PEN también ha destacado el conflicto distributivo alrededor de este estilo de desarrollo, donde los beneficios “se han distribuido de manera desigual entre múltiples y dinámicas clases sociales, y han dejado ganadores y perdedores netos. Los medianos empresarios, los expertos y la clase alta sistemáticamente encuentran mejores ingresos en la nueva economía, no así el resto de las clases sociales -pequeños propietarios y obreros industriales, agrícolas y de servicios, sobre todo de las zonas rurales-, para las cuales la nueva economía no supuso ventajas adicionales. De forma semejante ha afectado a los sectores de servicios de apoyo. Es claro que la inserción internacional trajo beneficios, pero también lo es que, en tiempos de repliegue de las políticas públicas, como lo fueron la década de los  noventa y los primeros años de la presente, se generaron importantes desigualdades que han dejado bolsones de exclusión social y, en todo caso, crecientes distancias sociales”. El estilo de desarrollo ha reafirmado la concentración de las actividades productivas en la región central, en detrimento de las regiones periféricas.
Una importante lección de este estilo de desarrollo es que el crecimiento por sí solo resultó insuficiente. “Es claro que no basta con que la política económica busque la estabilidad macroeconómica, tampoco la apertura comercial resulta suficiente para el desarrollo humano. Son necesarios, además encadenamientos fiscales que transfieran a las instituciones capacidad de hacer encadenamientos sociales que generen empleos de calidad y encadenamientos productivos que dinamicen a otros sectores y transfieran tecnología”.
La ley del SBD es una política pública orientada a corregir este desbalance, con la concentración de recursos para promover la inclusión financiera de aquellos sectores pertenecientes especialmente a la vieja economía y brindar los servicios de apoyo, sobre todo a los pequeños emprendedores y mipymes que procuran encauzarse en el dinamismo de la nueva economía, o desarrollar acciones de mercado interno.

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